Crecí en un
pueblo en donde las distinciones de época eran prácticamente invisibles. Aunque
mi niñez transcurrió durante la década de los 90, la presencia constante y
activa de personas de generaciones previas mantuvo su influencia sobre mi
percepción de la vida. Aún vivían tres de mis cuatro bisabuelas, mujeres
cálidas y de mentes despabiladas que nacieron en el transcurso de las primeras
tres décadas del siglo XX. Fueron las últimas hijas del México revolucionario,
y testigos del México en transición a la modernidad. Cuando íbamos a visitarlas
a sus casas, me fascinaba tomar de su rico café con leche, comer galletas y
tocar los muebles viejos de sus casas. Mis padres platicaban con ellas,
usualmente las noticias recientes de la familia y de sus comunidades, pero
también recordaban cosas que habían pasado hace muchos. Yo escuchaba todas
estas conversaciones. Fusionadas dentro de una sola plática, en mi mente no
existía diferencia entre nombres y sucesos que me resultaban familiares y los
recuerdos de personas, momentos y lugares que nunca habría de conocer.
Fue gracias al
cine mexicano que comencé a descubrir la diferencia. Aunque disfrutaba jugar
solo en el patio de mi casa, prefería sentarme a ver la televisión,
especialmente durante la mayoría de los días asoleados, calurosos y llenos de
tierra que caracterizan la existencia de todos aquellos que crecimos en alguno
de los desiertos de Sonora. Durante mi temprana infancia, solo tenía acceso a
dos canales: Telemax y el Canal de las Estrellas (el Canal 5 eventualmente
aparecería en la señal de antena). Con frecuencia, no había nada que ver, pero
siempre había algo que capturaba mi atención. Indiscriminadamente veía de todo:
programas educativos infantiles, documentales de ciencia filmados y narrados de
manera seca, el programa de pintura con el pacífico Bob Ross (me llamó menos la
atención su afro que el hecho de que se oía una voz en inglés debajo de la voz
en español...pero su habilidad de pintar bellos paisajes en menos de media hora
me impresionaron mucho, sobre todo porque me costaba trabajo trazar con
crayones sin salirme de las líneas), un grupo selecto de caricaturas, las
noticias, "Siempre en Domingo", las telenovelas...y más que nada
películas. Telemax ofrecía una selección disparatada y variada de cine de arte
europeo, películas estadounidenses de serie B y C, mini-series prestigiosas y
alguno que otro éxito crítico y popular. Pero fue en el Canal de las Estrellas,
principalmente durante los fines de semana, que me adentré a un mundo raro, que
a la vez me resultaba familiar. En este mundo, todo era en blanco, negro y
gris. Las personas vestían algo diferente a lo que acostumbraba ver: se usaban
trajes con corbata, vestidos largos y entallados, trajes de charro o calzón de
manta. Se paseaban más en caballos que en coches. Y los paisajes eran
diferentes. A veces, parecía que vivían en un desierto similar al mío, pero en
otras ocasiones parecía que tenían mas pasto y arboles. Solo así se podía
explicar el hecho de que usaran toda esa ropa tan molesta, pues no debían de
sentir el calor que normalmente sentía yo.
No podría
nombrarles el título de alguna película en especial que recuerde de esas
primeras experiencias, pero si les puedo decir que me llamaban más la atención
las películas de rancho. Las películas de ciudad las aprendí a identificar
rápidamente, porque eran las que más me aburrían. Casi todas las escenas
tomaban lugar en habitaciones muy similares entre sí, con largas
conversaciones, y desde chico me percaté de la existencia del ritmo narrativo.
Además, las personas de ciudad siempre tenían problemas que se me hacían
aburridos: se gustaban, pero por alguna razón u otra no podían juntarse como
mamá y papá. En cambio, las películas de rancho me divertían mucho y tenían
historias que entendía. Me gustaban los personajes de esas películas porque
hacían y decían cosas muy chistosas, o eran muy valientes y buenos. Además, los
escenarios se asemejaban a los pueblos que conocía y me imaginaba que historias como esas podían pasar en esos
lugares conocidos por mí...y tal vez habían pasado.
Con la
costumbre y la familiarización, comencé a distinguir a los actores que
aparecían en varias de las películas. Se volvieron conocidos míos y les tomé la
misma estima que sentía por las personas que formaban parte de mi comunidad. En
particular, había dos actores que sobresalían más que todos. Una era Sara
García, la amorosa pero ruda abuelita que me recordaba en gesto, palabra y
entonación a mis bisabuelas y abuelas. Verla en pantalla era divertido, porque
era como verla imitar de manera exagerada a esas mujeres queridas. El otro
actor era Pedro Infante.
No sé que
factores me llevaron a admirarlo a él sobre todos los demás protagonistas de
otras películas. No se si era algo en su semblante, siempre sonriente y siempre
con las emociones a flor de piel, o en su forma tan clara de decir las cosas, o
si era el hecho de que los personajes que interpretaba causaban un gran
interés. Lo cierto es que al tiempo descubrí que si Pedro Infante salía en la
película tenía que verlo. Cuando veía empezar una película en blanco y negro en
la tele y él no aparecía sentía una gran decepción. En cambio, si veía su
nombre en los créditos y cambiaba de canal y me topaba con algunas de sus
escenas, me quedaba viendo sus películas. Recuerdo fragmentos de escenas: su
sobrecogedora crisis emocional cuando se encierra en un cuarto con el cadáver
incendiado de su hijo "Torito" en Ustedes los Ricos quedó
cincelada para siempre en mi mente. Ese momento cumbre de la cinematografía
mexicana cuando recuerda a Torito en flashbacks que se sobre imponen en el
presente, mientras ríe recordando las travesuras y payasadas del pequeño, solo
para transformar sus carcajadas en un llanto animal y enloquecido es una de las
representaciones más desnudas y brutales que he visto del impacto mortal de una
tragedia en la vida de un hombre. Ver a un adulto llorar de tal manera,
enloquecida y sin atavismos, me impactó. En
mis tiernos añitos aún no terminaba por distinguir entre
"actor" y "personaje"; aún veía películas pensando que
estaba viendo una realidad, un documental de algún suceso extraordinario que
había ocurrido en lugares lejanos al mío. Pero Pedro Infante fue uno de mis
primeros instructores en diferenciar realidad y ficción. Y más impresionante
fue reconocer que alguien pudiera llegar a "jugar" (porque para mí, y
creo que muchos, la actuación esencialmente es un juego) a que es un hombre que
sufre de una manera tan brutal.
Recuerdo más vívidamente cuando, estando en casa, mi mamá y sus hermanos prendieron la tele
para ver una película que a todos les llamaba la atención: Los Tres
García. García es la familia de mi madre, la cual consta de tres hermanas
y tres hermanos. Naturalmente, la diversión de todos al ver la película era asignarle
un personaje de entre los tres primos de la película a uno de los hermanos de
mi madre. Uno tenía que ser el García rico y refinado, con aires de arrogancia,
interpretado por Víctor Manuel Mendoza (ese lo asignaron a mi tío mayor). Otro
tenía que ser el primo pobre pero honrado, de carácter mercurial, interpretado
por Abel Salazar (por default, ese tenía que ser mi tío más joven, el único
lampiño de los tres, como Abel Salazar, pero sin el temperamento peleonero). El
primo parrandero, mujeriego, carismático y borracho interpretado por Pedro
Infante recayó en el hermano de en medio, quien compartía con él su gran
facilidad para los chistes y la simpatía de las personas, además de un fino
bigote.
La película es
sumamente divertida. Los tres primos parecen tenerse un odio extraordinario que
solo es frenado por las amonestaciones de su abuelita (Sara García, claro) y
por el sacerdote de su pueblo. Pero sus choques se acrecientan con la llegada
de su güerita prima México-americana (Marga López, uno de mis primeros crushes
del cine clásico mexicano) por la que los tres compiten. Para acabarla de
amolar, tienen como enemigos jurados a los tres hermanos López, matones
despiadados. La forma en la que está historia es contada se hace con un
agilidad e ingenio cómico visual que a veces parece anticipar los aspectos
juguetones de las nuevas olas de cine, todo cortesía de Ismael Rodríguez,
hombre importante en la vida de Infante y la mía que merece ser mencionado
aparte. Cuando terminamos de ver la película, los comerciales anunciaban una
secuela Vuelven los García, en donde la abuelita es herida de un
balazo por otro de los López en una escena trágica. Aunque no pierde el toque
humorístico de la primera parte, Vuelven los García es más triste, pues la
muerte de la abuela envuelve de tristeza a toda la película y lleva a que el
personaje de Pedro se pierde en el alcohol y la ira. La escena del entierro,
cuando los tres primos cantan "Mi cariñito" al ataúd de su abuela
mientras desciende en la fosa, me arranca lágrimas hasta estos días.
Comparto esta
anécdota en particular porque, además de ilustrar la estrecha relación que el
cine puede tener para retratar y explicar nuestras vidas y sentimientos,
ejemplifica una de las razones por las que Pedro Infante pervive no solo en mi
memoria, sino en el corazón de varias generaciones que no nacían cuando murió
hace 60 años. Su registro actoral a lo largo de 60 películas es impresionante,
no solo en cuanto al "tipo" variado de papeles que asumía
(carpintero, bandido, soldado patriota, criminal de carrera, oficial de la ley,
heredero de una familia de abolengo, obrero urbano, ranchero trabajador,
vagabundo, sacerdote, compositor renombrado, alcohólico sin oficio ni
beneficio, maestro de historia, etcétera...mestizo, criollo, indígena,
mulato, español...norteño, sureño,
defeño, sinaloense, regiomontano, tapatío, jarocho, chilango, y más etcéteras)
No había acento regional que no manejara hábilmente, o estrato social y
profesional con el que no se moviera con facilidad. Esta habilidad camaleónica
de ajustarse naturalmente en todos estos ámbitos es rara en nuestro país debido
a lo anquilosado de nuestro paisaje socio-económico, y difícil para muchos
actores que solo manejaban, a lo mucho, dos tipos. No así con Pedro. Su maleabilidad
iba más allá, asumiendo todos los roles masculinos de nuestra sociedad: padre,
hijo, hermano, sobrino, tío, primo, padrino, ahijado, cuñado, esposo, novio,
amante, pretendiente, amigo, compadre, maestro, estudiante, compañero y líder.
Que se diga de los géneros: comedia, melodrama, biografía, histórica...
¿Que alquimia poseía Pedro Infante? Nacido en un pueblo en los alrededores de
Mazatlán, el 18 de Noviembre de 1917, tuvo poca instrucción básica y nula
instrucción profesional. No estudió actuación en escuela de artes escénicas. Su extraordinaria voz no fue afinada en conservatorios ni
academias. De extracción humilde en uno de los estados más agrestes y
semi-abandonados del centralismo mexicano, llegó a la capital con su primer
esposa, poco a poco accedió a mejores papeles y
oportunidades musicales. Su camino no fue fácil. Llegó a la Ciudad de México a
finales de los 30, tuvo su primer protagónico en 1943 y finalmente despegó
(actoral y musicalmente) a mediados de los 40. Pero vaya despegue. Trabajó con
buena parte de los directores más notables de la época (Rodríguez, Emilio
Fernández, Rogelio González, Miguel Zacarías, René Cardona, entre otros) y
compartió escenas con divas, divos y actores veteranos, inclusive algunos que
lo intimidaban al principio (tuvo mucha reticencia en actuar con Sara García o
Fernando Soler, porque respetaba mucho su talento y se consideraba poca cosa
como compañero). Sin embargo, estos actores terminaron siendo sus maestros y cómplices.
El carisma innato de Infante, su capacidad de memorización y la manera natural
con la que matizaba sus diálogos y canciones con diferentes emociones lograron
hacerlo una estrella. Combinado a esto, en su vida pública mantuvo una imagen de humildad y agradecimiento frente al público y sus colegas, además de impulsar uno de los primeros movimientos de vida sana a través del deporte y el fisiculturismo.
Mucho he
hablado de Infante Actor, y poco de Infante Cantante. Poco después de ver las
películas de Los Tres García, y Los Tres Huastecos (mi favorita de sus
películas, parcialmente por lo fascinante que resulta verlo actuar en partida
triple con personajes tan disimiles) me topé con un casete de éxitos al cuál
prontamente y sin piedad escuché hasta el cansancio. Tenía mis favoritas que
siempre rebobinaba. Desde chico, me había llamado la atención la música de
"antes" por el sonido de los instrumentos, la belleza de los
arreglos, lo bonito que sonaban las letras y las voces que las cantaban. Cuando
escuchaba a Pedro cantar, estas sensaciones se incrementaban debido a un
elemento particular de su voz que le ayudo mucho en sus actuaciones: podía
interpretar cada palabra con tonalidades variadas. Su registro vocal era muy bueno
y su voz tenía una suavidad muy placentera, pero el chiste es escuchar como se
ingenia para ir del desprecio más oscuro hasta la tristeza más profunda (y vice
versa) en "Fallaste Corazón", o como pinta con picardía y humor
contagioso los estrafalarios eventos de "La Tertulia", como demuestra
el amor y cariño más desnudos y puros en "Amorcito corazón", "Mi
cariñito", "Despacito" o "Cien años". Estira las
vocales juguetonamente, dice palabras como "vitrola" con suspiros
sensuales y susurra declaraciones de lealtad eterna con una convicción que casi
todos hombre carece.
Con todos
estos elementos logró conquistar el corazón de tatarabuelas, bisabuelas y
abuelas, y logró el respeto y admiración de tatarabuelos, bisabuelos y abuelos.
Las mujeres lo querían y los hombres querían ser él. Ese culto a Pedro
sobrevivió al mismo hombre. Cuando descubrí las trágicas circunstancias de su
muerte (a los 40 años cerrados, cayendo del cielo), sentí mucha tristeza. Pero
más me impresionó como alcanzó la inmortalidad de manera instantánea. Su
funeral es uno de los más grandes en la historia del país, y fue llorado por
millones. Y sin embargo, corrían los rumores de que "Pedro Infante no ha
muerto". Como el Rey Arturo y otros héroes legendarios de naciones
europeas, México tuvo su propio héroe inmortal, alguien que no había muerto en
las circunstancias que se decía y que andaba por ahí (según los rumores y las
historietas) vagando por el mundo, apareciéndose esporádicamente en taquerías y
teatros, como si esperara el momento justo para regresar y restaurar la paz y el orden a la nación.
La leyenda de
Pedro Infante es la razón de su trascendencia. Cuando vivía, no había papel o
género musical que no dominara. Por eso, cada espectador tiene películas y
canciones de donde escoger como predilectas. Y aunque pertenece a una época
diferente a la nuestra con todo y las diferencias sociales, parece que varios
aspectos de su persona pertenecen a la nuestra. Sí, personificaba al ideal
masculino mexicano tradicional, peleonero, mujeriego y patriarcal, pero al
mismo tiempo interpretó a personajes que ponían en tela de juicio algunos de
estos valores (véase "La oveja negra" y "No desearas la mujer de
tu hijo") y se permitía hasta jugar con guiños cordiales sobre su propia identidad masculina (véanse "A Toda Máquina", "¿Que te ha dado esa
mujer?" y "Pablo y Carolina"). Es protector y proveedor, sí,
pero también es pícaro y payaso. Los cambios generacionales solo ayudan a
enfatizar ciertos elementos. Los jóvenes ven en Pedro un reflejo de sus abuelos
y padres, pero también reflejos de ellos mismos como hijos, amantes y
trabajadores.
Con Pedro
conocí muchas cosas. Tuve mis primeras educaciones sentimentales gracias a sus canciones y a sus películas. Con él comprendí y me
enamoré del pasado no tan lejano que le tocó vivir a mis padres y abuelos.
Gracias a él, conocí nuevas causas para amar a mi país y más veredas para
tratar de conocerlo. Gracias a él, tengo un héroe norteño-sinaloense a quien
admirar. Gracias a él, aprendí que para ser hombre es necesario ser valiente, trabajador y derecho, pero sin dejar a un lado la ética, la lealtad, el sentido común, el honor y hasta la actitud infántil y alegre. Pedro, más que muchos, es un referente de vida, trabajo y pasión que siempre tengo presente.
Y si vivimos cien años, cien años pensaremos en él.
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