sábado, 22 de diciembre de 2018

"The Other Side of the Wind" ("El otro lado del viento", Dir. Orson Welles, 2018)



En estos tiempos, son pocas las cosas que me causan una gran emoción, y menos en el mundo del cine. Desensibilizado a los remakes, reboots y continuaciones de franquicias queridas, mi capacidad de maravillarme se limita a cosas muy específicas. Por eso, cuando me enteré de que Netflix había comprado los derechos de la película inconclusa de Orson Welles, The Other Side of the Wind (El otro lado del viento) y que la había editado y remasterizado para que esta película (filmada atropelladamente entre 1970 y 1975, y encerrada en diversas bóvedas por cuarenta años debido a disputas legales y financieros) finalmente viera la luz del día, supe que me encontraba ante el suceso fílmico más emocionante del año. No solo se trataba de una película que tenía décadas guardada, sino que terminaría siendo el testamento final de uno de los genios más grandes del cine, de aquel artista multidisciplinario que a la edad precoz de los veintiséis años escribió, dirigió y protagonizó la película que más veces ha conseguido el poderoso mote de “la mejor película de la historia”, Citizen Kane (El ciudadano Kane, 1941). La tortuosa trayectoria artística de Welles después de aquel éxito monumental—provocada por sus choques con los estudios, por la falta de dinero y por su tendencia perfeccionista que hacía prácticamente imposible, irónicamente, concluir una película de manera que considerara satisfactoria—hace de cada película suya un diamante en bruto que resulte maravilloso de contemplar, sin importar las fisuras en la gema.

El otro lado del viento cuenta la historia de Jake Hannaford, un celebrado director de Hollywood (interpretado por el titán John Huston) quien acaba de concluir su más reciente película, “El otro lado del viento”. Iniciándose como encargado de utilería durante la época del cine mudo, Hannaford cultivó una imagen de super macho, creando cintas de gran vitalidad al tiempo que creaba un círculo de amigos y colaboradores cercanos que se dedicaban a pasatiempos Hemingwayanos como las peleas de toros, la cacería, la pesca, las parrandas alcohólicas y la seducción de mujeres. Al encontrarse en plena revolución cinematográfica por parte de la Nueva Ola Hollywoodense, Hannaford adapta su estilo y realiza una película al estilo de la contracultura y el cine europeo: visualmente atractiva, con una gramática cinematográfica dinámica, un ritmo visual envidiable y que pocos pueden ejercer como lo hace Welles (el ritmo y edición a solas son razón suficiente para ver la película), exploración de sexualidad con escenas de desnudos (cortesía de Oja Kodar, que además de ser el puente entre las dos historias de la película era la pareja de Welles y co-guionista y co-productora de la cinta), pero incoherente en su trama, con personajes superficiales y simbología fácil.

El filme de Hannaford necesita dinero para finalizarse y es durante el cumpleaños 70 de Hannaford que el director presenta su versión sin finalizar de la película en una fiesta de cumpleaños que su amiga, la actriz alemana (Lili Palmer) da en su honor en compañía de un ejercito de críticos de cine, periodistas, directores, actores, guionistas, gente de Hollywood, buscadores de fama, miembros del reparto y la producción y amigos y lambiscones. El jefe del estudio, Max David (una versión ficticia de Robert Evans interpretada por Geoffrey Land, con gafas transparentes incluidas) se muestra escéptico por la película y por la capacidad de Hannaford de completar una cinta coherente. El hecho de que Hannaford haya delegado el trabajo de explicarle la cinta a Billy Boyle (Norman Foster, director que en México realizó algunos clásicos como Santa de 1943 y El ahijado de la muerte, y quien resulta el personaje mas entrañable de la cinta) un ex niño actor que ahora es un infantil alcohólico anciano, no ayuda a la causa de Hannaford. David, exasperado, le pregunta a Boyle que si Hannaford está inventando los sucesos de la película al mismo tiempo que la está rodando. Boyle, con un gesto y tono cándido, responde “Ya lo ha hecho antes”, un comentario que parece auto-evaluación del mismo Welles sobre su carrera.

Pero Hannaford se demuestra completamente despreocupado. En su fiesta de cumpleaños en una casa hacienda afuera de la ciudad, el evento es filmado y grabado por docenas de cámaras de todo tipo y calidad, así como por grabadoras escondidas en diversas partes de la casa. Esto es producto del culto de personalidad que se ha desarrollado alrededor del director. La “Mafia de Hannaford” es un grupo que incluye a colaboradores técnicos frecuentes, compañeros de farra, biógrafos, agentes y demás individuos. Las declaraciones entre megalómanas y frívolas de Hannaford (quien declara que Dios es mujer y que, si no fuese por la diferencia de sexos, “¿como podrían distinguirme a mí de ella?”). Su adepto más leal es Brooks Otterlake (Peter Bogdanovich), un joven director que ha tenido grandes éxitos comerciales y que sabe de la vida de Hannaford que el mismo director. Otterlake es un tipo facineroso, amante de imitar a viejas estrellas de Hollywood en medio de la conversación y de decir frivolidades ingeniosas como su mentor (“Los otros son sus discípulos…yo soy el apóstol…como el cristianismo necesitaba de Pablo…”).

Pero en este festividad hay conflictos que burbujean debajo de la superficie: las presiones económicas sobre la película y sobre Hannaford y su grupo son fuertes, y el director se debate en pedirle dinero para completar la película a su “apóstol”; un gran misterio se cierne respecto a rumores de que el protagonista de la película, un joven vagabundo llamado John Dale, abandonó la película en medio de la filmación por razones misteriosas, suceso que puede poner en peligro la compleción de la película; la crítica de cine mas prestigiosa e incisiva del país, Juliette Riche (la magnífica e infravalorada Susan Strasberg, interpretando una versión de Paulina Kael, la poderosa crítica estadounidense con la que Welles sostuvo una brutal rencilla que terminó en una demanda exitosa contra Kael por líbelo) deambula por la fiesta y lanza preguntas francas sobre el valor de la obra artística de Hannaford y aspectos de la vida personal del director, como si fuese una mezcla entre una conciencia y una jueza vengativa (“Quiero saber que es lo que representa”, exclama la crítica en frustración); mientras tanto, el debate entre los nuevos directores estadounidenses (incluyendo a Dennis Hopper, Paul Mazursky y Henry Jaglom) sobre la naturaleza del nuevo cine se mantiene como parte del subtexto de la cinta.

El otro lado del viento, como vemos, es una película polifónica, con un reparto extenso en donde necesita un protagonista fijo, más que la multitud de cámaras (y camarógrafos anónimos) que de manera voyeurista graban conversaciones y momentos privados para crear un collage cinematográfico de un director que representa el antes y después del cine estadounidense, un aventurero ultra-heterosexual, rudo e individualista que secretamente en realidad sea lo opuesto a lo que su imagen indica. El concepto de la imagen es uno de los temas principales de la película, desde el diseño mismo de la manera en que la película es contada (no solo por la multitud de cámaras, sino por el hecho de que la narración inicial sea cortesía de Otterlake/Bodgadnovich, ya en su vejez, quien dice que al principio pensó en no mostrar la cinta por lo mal que se ve) hasta por las mascaras que varios de los personajes usan y terminan por quitarse. La visión de Welles sobre el cine y los que lo trabajan y estudian es pesimista, como su visión de la humanidad en sus películas de cine negro. Tanto el Hollywood viejo como el nuevo está habitado por personas dañadas, con pasados dolorosos y acciones que tienden hacía la auto-preservación. El mismo Hollywood está construido en base al robo de las tierras de los indios y los mexicanos. En una de las escenas más oscuras y dramáticas, Hannaford le obsequia a su actriz principal un cráneo de indio, que los “valientes” pioneros estadounidenses vendían como souvenirs en los años de la Fiebre del Oro. El monologo de Hannaford es una condenación histórica hacia el Destino Manifiesto, la crueldad de las fuerzas civilizatorias que arrasaron con los nativos y la esencia misma del país y de la industria del entretenimiento.

Ver El otro lado del viento es ver una película que anticipa el discurso histórico y la nostalgia que habrá sobre la década de los 70s, considerada la auténtica época del oro del cine por la libertad casi total de los “autores-directores” de realizar sus visiones con poca o nula interferencia de los ejecutivos de los estudios, y sin consideraciones a las sensibilidades del público tradicionalista. Tanto por el aspecto paródico de la cinta ficticia como por la textura visual y la riqueza naturalista de sus diálogos y actuaciones, ver El otro lado del viento es una experiencia surreal porque la cinta está comentando sobre su presente pero de una manera que parece haberse hecho con la distancia de los años, como si estuviese resumiendo o condensando el espíritu de la época en sus dos horas de duración. Ver un desfile de brillantes actores, que en su mayoría trabajaron en las dos épocas que se muestren en tensión y en conflicto (la época dorada de entre los 30s y 50s, y la Nueva Ola de los 60s y 70s) resulta uno de los aspectos más disfrutables y agridulces, en especial porque buena parte del reparto falleció sin ver metraje alguno de la película, mientras está se hacía vieja en las bóvedas. Cameron Mitchell, Mercedes McCambridge, Edmond O’Brien, Tonio Selwart y Paul Stewart son otros celebres nombres que junto con los ya mencionados Strasberg, Bogdanovich, Kodar y Foster nutren este universo hollywoodense resquebrejado, centrado ante la actuación intempestuosa de Huston, director que actua como si fuese Dios Padre para compensar sus conflictos internos sobrecogedores y sus fisuras morales.

Hay tesoros que tenemos a nuestro alcance y no nos percatamos. El otro lado del viento, película legendaria rescatada de la prisión y el olvidado, finalizada y remasterizada, es un tesoro nuevo del cine. Aunque tanto las referencias y contextos culturales e históricos son muy específicos y la riqueza de la película se acrecenta si se tiene conocimiento de estos detalles o del tipo de película que se parodia con la cinta ficticia, El otro lado del viento es una aventura que se debe emprender aún a ciegas, si tan solo para ser absorbido por su poderoso espíritu (a veces gracioso, a veces oscuro, a veces fantástico, a veces dolorosamente realista), su ritmo único y por la increíble fluidez visual de cada segundo de la cinta.



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