En estos tiempos, son pocas las cosas que me causan una gran
emoción, y menos en el mundo del cine. Desensibilizado a los remakes, reboots y
continuaciones de franquicias queridas, mi capacidad de maravillarme se limita
a cosas muy específicas. Por eso, cuando me enteré de que Netflix había
comprado los derechos de la película inconclusa de Orson Welles, The Other
Side of the Wind (El otro lado del
viento) y que la había editado y remasterizado para que esta película
(filmada atropelladamente entre 1970 y 1975, y encerrada en diversas bóvedas por
cuarenta años debido a disputas legales y financieros) finalmente viera la luz
del día, supe que me encontraba ante el suceso fílmico más emocionante del año.
No solo se trataba de una película que tenía décadas guardada, sino que
terminaría siendo el testamento final de uno de los genios más grandes del
cine, de aquel artista multidisciplinario que a la edad precoz de los
veintiséis años escribió, dirigió y protagonizó la película que más veces ha
conseguido el poderoso mote de “la mejor película de la historia”, Citizen Kane (El ciudadano Kane,
1941). La tortuosa trayectoria artística de Welles después de aquel éxito
monumental—provocada por sus choques con los estudios, por la falta de dinero y
por su tendencia perfeccionista que hacía prácticamente imposible,
irónicamente, concluir una película de manera que considerara satisfactoria—hace
de cada película suya un diamante en bruto que resulte maravilloso de
contemplar, sin importar las fisuras en la gema.
El otro lado del
viento cuenta la historia de Jake Hannaford, un celebrado director de
Hollywood (interpretado por el titán John Huston) quien acaba de concluir su
más reciente película, “El otro lado del viento”. Iniciándose como encargado de
utilería durante la época del cine mudo, Hannaford cultivó una imagen de super
macho, creando cintas de gran vitalidad al tiempo que creaba un círculo de
amigos y colaboradores cercanos que se dedicaban a pasatiempos Hemingwayanos
como las peleas de toros, la cacería, la pesca, las parrandas alcohólicas y la
seducción de mujeres. Al encontrarse en plena revolución cinematográfica por
parte de la Nueva Ola Hollywoodense, Hannaford adapta su estilo y realiza una
película al estilo de la contracultura y el cine europeo: visualmente
atractiva, con una gramática cinematográfica dinámica, un ritmo visual envidiable y que pocos pueden ejercer como lo hace Welles (el ritmo y edición a solas son razón suficiente para ver la película), exploración de sexualidad
con escenas de desnudos (cortesía de Oja Kodar, que además de ser el puente
entre las dos historias de la película era la pareja de Welles y co-guionista y
co-productora de la cinta), pero incoherente en su trama, con personajes
superficiales y simbología fácil.
El filme de Hannaford necesita dinero para finalizarse y es
durante el cumpleaños 70 de Hannaford que el director presenta su versión sin
finalizar de la película en una fiesta de cumpleaños que su amiga, la actriz
alemana (Lili Palmer) da en su honor en compañía de un ejercito de críticos de
cine, periodistas, directores, actores, guionistas, gente de Hollywood,
buscadores de fama, miembros del reparto y la producción y amigos y
lambiscones. El jefe del estudio, Max David (una versión ficticia de Robert
Evans interpretada por Geoffrey Land, con gafas transparentes incluidas) se
muestra escéptico por la película y por la capacidad de Hannaford de completar
una cinta coherente. El hecho de que Hannaford haya delegado el trabajo de
explicarle la cinta a Billy Boyle (Norman Foster, director que en México realizó
algunos clásicos como Santa de 1943 y
El ahijado de la muerte, y quien
resulta el personaje mas entrañable de la cinta) un ex niño actor que ahora es
un infantil alcohólico anciano, no ayuda a la causa de Hannaford. David,
exasperado, le pregunta a Boyle que si Hannaford está inventando los sucesos de
la película al mismo tiempo que la está rodando. Boyle, con un gesto y tono
cándido, responde “Ya lo ha hecho antes”, un comentario que parece
auto-evaluación del mismo Welles sobre su carrera.
Pero Hannaford se demuestra completamente despreocupado. En
su fiesta de cumpleaños en una casa hacienda afuera de la ciudad, el evento es
filmado y grabado por docenas de cámaras de todo tipo y calidad, así como por
grabadoras escondidas en diversas partes de la casa. Esto es producto del culto
de personalidad que se ha desarrollado alrededor del director. La “Mafia de
Hannaford” es un grupo que incluye a colaboradores técnicos frecuentes,
compañeros de farra, biógrafos, agentes y demás individuos. Las declaraciones
entre megalómanas y frívolas de Hannaford (quien declara que Dios es mujer y
que, si no fuese por la diferencia de sexos, “¿como podrían distinguirme a mí
de ella?”). Su adepto más leal es Brooks Otterlake (Peter Bogdanovich), un
joven director que ha tenido grandes éxitos comerciales y que sabe de la vida
de Hannaford que el mismo director. Otterlake es un tipo facineroso, amante de
imitar a viejas estrellas de Hollywood en medio de la conversación y de decir
frivolidades ingeniosas como su mentor (“Los otros son sus discípulos…yo soy el
apóstol…como el cristianismo necesitaba de Pablo…”).
Pero en este festividad hay conflictos que burbujean debajo
de la superficie: las presiones económicas sobre la película y sobre Hannaford
y su grupo son fuertes, y el director se debate en pedirle dinero para
completar la película a su “apóstol”; un gran misterio se cierne respecto a
rumores de que el protagonista de la película, un joven vagabundo llamado John
Dale, abandonó la película en medio de la filmación por razones misteriosas,
suceso que puede poner en peligro la compleción de la película; la crítica de
cine mas prestigiosa e incisiva del país, Juliette Riche (la magnífica e
infravalorada Susan Strasberg, interpretando una versión de Paulina Kael, la
poderosa crítica estadounidense con la que Welles sostuvo una brutal rencilla
que terminó en una demanda exitosa contra Kael por líbelo) deambula por la
fiesta y lanza preguntas francas sobre el valor de la obra artística de
Hannaford y aspectos de la vida personal del director, como si fuese una mezcla
entre una conciencia y una jueza vengativa (“Quiero saber que es lo que
representa”, exclama la crítica en frustración); mientras tanto, el debate
entre los nuevos directores estadounidenses (incluyendo a Dennis Hopper, Paul
Mazursky y Henry Jaglom) sobre la naturaleza del nuevo cine se mantiene como
parte del subtexto de la cinta.
El otro lado del
viento, como vemos, es una película polifónica, con un reparto extenso en
donde necesita un protagonista fijo, más que la multitud de cámaras (y camarógrafos
anónimos) que de manera voyeurista
graban conversaciones y momentos privados para crear un collage cinematográfico
de un director que representa el antes y después del cine estadounidense, un
aventurero ultra-heterosexual, rudo e individualista que secretamente en realidad
sea lo opuesto a lo que su imagen indica. El concepto de la imagen es uno de
los temas principales de la película, desde el diseño mismo de la manera en que
la película es contada (no solo por la multitud de cámaras, sino por el hecho
de que la narración inicial sea cortesía de Otterlake/Bodgadnovich, ya en su
vejez, quien dice que al principio pensó en no mostrar la cinta por lo mal que
se ve) hasta por las mascaras que varios de los personajes usan y terminan por
quitarse. La visión de Welles sobre el cine y los que lo trabajan y estudian es
pesimista, como su visión de la humanidad en sus películas de cine negro. Tanto
el Hollywood viejo como el nuevo está habitado por personas dañadas, con
pasados dolorosos y acciones que tienden hacía la auto-preservación. El mismo
Hollywood está construido en base al robo de las tierras de los indios y los
mexicanos. En una de las escenas más oscuras y dramáticas, Hannaford le
obsequia a su actriz principal un cráneo de indio, que los “valientes” pioneros
estadounidenses vendían como souvenirs en los años de la Fiebre del Oro. El
monologo de Hannaford es una condenación histórica hacia el Destino Manifiesto,
la crueldad de las fuerzas civilizatorias que arrasaron con los nativos y la
esencia misma del país y de la industria del entretenimiento.
Ver El otro lado del
viento es ver una película que anticipa el discurso histórico y la
nostalgia que habrá sobre la década de los 70s, considerada la auténtica época
del oro del cine por la libertad casi total de los “autores-directores” de
realizar sus visiones con poca o nula interferencia de los ejecutivos de los
estudios, y sin consideraciones a las sensibilidades del público
tradicionalista. Tanto por el aspecto paródico de la cinta ficticia como por la
textura visual y la riqueza naturalista de sus diálogos y actuaciones, ver El otro lado del viento es una
experiencia surreal porque la cinta está comentando sobre su presente pero de
una manera que parece haberse hecho con la distancia de los años, como si
estuviese resumiendo o condensando el espíritu de la época en sus dos horas de
duración. Ver un desfile de brillantes actores, que en su mayoría trabajaron en
las dos épocas que se muestren en tensión y en conflicto (la época dorada de
entre los 30s y 50s, y la Nueva Ola de los 60s y 70s) resulta uno de los
aspectos más disfrutables y agridulces, en especial porque buena parte del
reparto falleció sin ver metraje alguno de la película, mientras está se hacía
vieja en las bóvedas. Cameron Mitchell, Mercedes McCambridge, Edmond O’Brien,
Tonio Selwart y Paul Stewart son otros celebres nombres que junto con los ya
mencionados Strasberg, Bogdanovich, Kodar y Foster nutren este universo
hollywoodense resquebrejado, centrado ante la actuación intempestuosa de
Huston, director que actua como si fuese Dios Padre para compensar sus
conflictos internos sobrecogedores y sus fisuras morales.
Hay tesoros que tenemos a nuestro alcance y no nos
percatamos. El otro lado del viento,
película legendaria rescatada de la prisión y el olvidado, finalizada y
remasterizada, es un tesoro nuevo del cine. Aunque tanto las referencias y
contextos culturales e históricos son muy específicos y la riqueza de la
película se acrecenta si se tiene conocimiento de estos detalles o del tipo de
película que se parodia con la cinta ficticia, El otro lado del viento es una aventura que se debe emprender aún a
ciegas, si tan solo para ser absorbido por su poderoso espíritu (a veces
gracioso, a veces oscuro, a veces fantástico, a veces dolorosamente realista),
su ritmo único y por la increíble fluidez visual de cada segundo de la cinta.
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